Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) siempre fue lo que Plinio Correa de Oliveira describía como “un revolucionario de marcha lenta, pero con coágulos contrarrevolucionarios” “se deja arrastrar por la Revolución pero en algún punto concreto la rechaza; así, por ejemplo, será socialista en todo, pero conservará el gusto por las maneras aristocráticas” (Revolución y ContraRevolución, Primera parte, Capítulo VI, 5).
“Summorum Pontificum” es un caso típico. Su principal argumento es el “amor y afecto a las anteriores formas litúrgicas, que habían impregnado su cultura y su espíritu”. Además cita “Ecclesia Dei” cuyo principal argumento es “la sensibilidad de todos aquellos que se sienten unidos a la tradición litúrgica latina”. Es una cuestión de amor, afecto y sensibilidad, pero no de doctrina, porque en materia de doctrina Benedicto XVI era fundamentalmente revolucionario.
Benedicto XVI no tenía la misma Fe que San Benito, San Agustín, San Patricio, San Beda, San Eric, Santo Domingo, San Francisco, San Buenaventura, Santo Tomás, San Luis Rey de Francia.
Benedicto XVI no entendía ni podía entender a esos santos por la sencilla razón que no compartía con ellos la pretensión de que la Fe Católica es la única verdadera y sobre todo no compartía las consecuencias prácticas que se deducen de tal pretensión. Sentía “amor, afecto y sensibilidad” por la Europa que esos santos habían fundado, pero era incapaz de restaurarla porque le faltaban los principios sobre los que se había establecido.
La Civilización Cristiana se fundó sobre la negación de la libertad religiosa, llamada “locura” por los papas. En cambio Benedicto XVI la defendió siempre, desde que fue uno de los autores de la pésima doctrina del Concilio Vaticano II en esa materia, de donde brotan todos los demás errores progresistas.
“Tiempos vendrán en que el debate sobre la libertad religiosa será contado entre los acontecimientos más relevantes del Concilio (…). En este debate estaba presente en la basílica de San Pedro lo que llamamos el fin de la Edad Media, más aún, de la era constantiniana. Pocas cosas de los últimos 150 años han inferido a la Iglesia tan ingente daño como
la persistencia a ultranza en posiciones propias de una iglesia estatal, dejadas atrás por el curso de la historia.” (Joseph Ratzinger, Resultados y perspectivas en la Iglesia conciliar, Buenos Aires 1965).
“El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, ha subrayado nuevamente esta profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, buscando llegar a una verdadera conciliación entre la Iglesia y la modernidad, que es el gran patrimonio que ambas partes deben tutelar. (Joseph Ratzinger, Conferencia en Subiaco, 1-IV-2005)
“Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia.» (Benedicto XVI, Alocución, 22-XII-2005)
Era imposible que Benedicto XVI entendiera la Edad Media teniendo semejantes ideas sobre la Ilustración y la libertad religiosa.
Por supuesto que todo acto humano debe ser voluntario, de lo contrario es nulo de nulidad absoluta. Ya lo decía el Derecho Romano 25 siglos antes que el Concilio y Benedicto XVI lo exhibieran como una novedad liberadora del oscurantismo.
Una profesión de fe católica arrancada mediante tortura es una aberración religiosa, pero más que nada es una aberración jurídica. Y de eso se trata; porque Benedicto XVI y la Revolución Francesa se refieren al hombre frente a la sociedad humana, que ciertamente no le puede imponer legalmente una profesión de fe. El tema es jurídico, porque frente a Dios no hay libertad religiosa. El que equivoca el camino se va al Infierno. El Evangelio está lleno de afirmaciones en ese sentido. Los herejes no quemarán en la Piazza della Signoria, pero ciertamente quemarán en el Infierno.
No es éste el lugar para explicar a fondo la cuestión de la libertad religiosa como cuestión jurídica. Baste decir que la doctrina que comparten Benedicto XVI, el Concilio, la Declaración de los Derechos Humanos de la Revolución Francesa y la de la ONU (los cuatro casi con las mismas palabras) se resume en la afirmación de que el Estado no debe ejercer ningún tipo de coacción en materia religiosa, o dicho más claramente, que la fuerza del Estado en ningún caso debe estar al servicio de la Verdad.
El problema es que para Benedicto XVI y para la Revolución Francesa no existe UNA verdad, única con derecho a ser difundida, y muchos errores, todos sin derecho a ser difundidos. Para ellos la religión católica no es “verdadera” sino que es “razonable”, y debe convencer por su “razonabilidad”. Es cierto, pero el Estado tiene la obligación de favorecer la razonabilidad de la fe Verdadera y desalentar la supuesta razonabilidad de las religiones falsas. Y cuando en un debate entre la verdad y el error está en juego la sociedad (por ejemplo, la indisolubilidad del vínculo matrimonial) el Estado debe imponer la Verdad. Con prudencia y tolerancia, por supuesto. Nadie habla de lapidar a los adúlteros.
Esto de la firmeza en los principios pero prudencia y tolerancia en su aplicación es muy importante porque la principal artimaña que utilizan los defensores de la libertad religiosa consiste en exagerar las consecuencias de la doctrina católica tradicional en la materia. Está en esa línea la comparación que hace el discurso de Ratisbona a la violencia religiosa del islamismo.Cualquier persona que sostenga algún tipo de coacción en materia religiosa es presentado como un talibán asesino.
El argumento falaz es así: “Suponiendo que hubiera UNA Verdad con derechos y muchos errores sin derechos, para erradicarlos a todos y de manera definitiva el Estado debería quemar, estrangular y lapidar a la casi totalidad de los habitantes del planeta. Visto que eso es imposible, el Estado debe ser prescindente en materia religiosa.”
Pero negarle una cátedra en una Universidad del Estado a un profesor brillante pero que propaga doctrinas erróneas es claramente una “coacción”, y ésa, el Estado la debe ejercer.
Volviendo al inicio, Benedicto XVI era como los revolucionarios girondinos. Adhería a las principales tesis revolucionarias, pero le disgustaban los jacobinos, que por supuesto lo terminaron destruyendo.
La historia recordará de su pontificado el intento de reconciliar la doctrina de Vaticano II con la Tradición de la Iglesia, intento marcado por la “hermenéutica de la continuidad”, opuesta a la “hermenéutica de la ruptura”. Benedicto XVI presenció, durante los años que transcurrieron tras su renuncia, el fracaso de este intento, bajo el pontificado de su sucesor.
La historia también recordará el motu proprio Summorum pontificum, de 2007, que, a pesar de sus carencias e insuficiencias, permitió al Papa Benedicto XVI afirmar que la Misa Tridentina nunca estuvo prohibida.