Alberto Fernández echó la culpa de la devaluación del peso a “la derecha argentina” (ver noticia en Infobae). Lo triste de esta afirmación es que es falsa, porque la sencilla razón de que la derecha argentina no existe.
Sí existe una izquierda argentina bastante fuerte, pero exigua. El resto
de los argentinos de cualquier pelaje se aglomeran en el centro. Están
tan aterrados de ser vistos en un costado del centro que se aprietan
cada vez más hacia el medio, en un fenómeno de anulación creciente
similar al “Big Crunch” que viene después del “Big Bang”. Todos los
argentinos vamos a terminar en un puntito microscópico adonde nadie va a
estar a la derecha de nadie.
Supongamos que Fernandez tiene razón y en este momento hay cenáculos
secretos apostando contra el peso. Si pudiéramos introducirnos en uno de
esos cenáculos y los acusamos de ser de “derecha” creo que tendrían un
ataque de pánico peor que si los acusamos de violar la Ley Penal Cambiaria.
Todo “relato” exige un enemigo arquetípico. Es irrelevante que ese
enemigo realmente exista. Lo esencial es generar en la opinión la
necesidad de distinguirse de ese modelo presentado como horriblemente
negativo. Lo importante es que la gente diga orgullosamente “Yo no soy
eso”, “Yo no soy de derecha”.
El Concilio Vaticano II es un caso típico de relato trucho. Fabricaron
un mal por excelencia, consistente en el rechazo a dialogar con el
mundo. Una detestable “derecha preconciliar” de la que todos huían como
la lepra. Era inútil argumentar que ese rechazo nunca existió, que la
Iglesia siempre “dialogó” con todos los mundos que le tocó vivir,
incluyendo el paganismo romano, el islamismo español, los chinos de
Mateo Ricci, los Incas de Perú, etc. El Evangelio relata un “diálogo”
impresionante entre Pilatos y Nuestro Señor. Para el Vaticano II ninguno
de esos diálogos es aceptable porque se basaban en la afirmación de la
verdad y la negación del error. El nuevo mito del “dialoguismo” exige
abandonar los principios.
No ser de derecha en materia política sinifica no creer en la
civilización cristiana. Significa no creer que se puede y se debe
gobernar los pueblos con la filosofía del Evangelio. Los argentinos son
unánimes en ese rechazo. Alberto Fernández sueña cuando habla de una
“derecha argentina”. Que busque sus enemigos en otro lado.