Cinco valientes cruzan los Andes

En 1554, Juan Gregorio Bazán queda a cargo de Santiago del Estero cuando Francisco de Aguirre vuelve a Chile con la esperanza de obtener el gobierno de ese “Reyno” por haber muerto Valdivia. La situación del baluarte levantado en la inmensidad desconocida del Tucumán, no podía ser más crítica. Aguirre al partir, “sacó consigo alguna gente española y muchos indios naturales de esta tierra, e cavallos”, por lo que su solitaria y lejana fundación quedó casi desamparada. Si bien, en los papeles, había repartido encomiendas entre 56 conquistadores, los favorecidos arrostraron, durante dos interminables años, la mayor pobreza. Una indigencia tal – se lee en la Información levantada por Alonso Abad – que “vestían cueros e sacaban una cabuya (fibra) a manera de esparto de unos cardones y espinos, a puro trabajo de manos, que hilándolo hacían camisas”.

Ese desamparo a que los condenaba la naturaleza salvaje, hubiera justificado la despoblación de aquella base conquistadora, en hombres de otra complexión física y con otro temple moral. Pero el sentimiento de la propia responsabilidad y el altivo amor propio, les impelía a quedarse, a no proclamar su fracaso, a no dejar en la estacada a los amigos juríes, expuestos siempre a la venganza de los lules que, irreductibles, los acorralaban dentro de sus “fuertes de paliçadas”.

Hambres – hasta “comían algunas sabandijas silvestres que nunca los españoles suelen comer sino con mucha necesidad” – miserias sin cuento, desconección total con el mundo civilizado; todo fueron capaces de soportar esos varones de rompe y rasga; todo menos la falta de un sacerdote que le suministrara los auxilios espirituales, tan necesarios para sus fervorosas almas católicas. Por esto, casi “estuvieron por despoblar esta ciudad e yrse al Pirú”.

Los frailes Alonso Trueno y Gaspar de Carvajal, que acompañaron a Nuñez de Prado, al imperar Aguirre habían abandonado al población tucumana. Si voluntariamente o no, conocemos los testimonios contradictorios de Mexía Mirabal, de Antonio Alvarez, de Francisco de Carvajal y de Cristóbal Pereyra. Por su parte Rodríguez Juárez manifestó al respecto, que ambos dominicanos, “visto la pobreza de esta tierra, y que no avía ni oro ni plata ni otra cosa alguna, mas solo mayz, se bolbieron al Perú, sin quedar en la tierra sacerdote”. De tenor semejante resultan las declaraciones de Miguel de Ardiles, de Gonzalo Sánchez Garzón, de Santos Blásquez, de Juan García, de Pedro Jiménez y de Juan Pérez Moreno.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que desde el alejamiento de los frailes de grado o por fuerza, quedó sin clérigos Santiago del Estero, y que por tan poderosa razón, los fervorosos vecinos en las ceremonias religiosas, y “todos los lunes e sábados”, andaban “en prosición de la yglesia a las hermitas e cruzes, cantando letanías e suplicando a Nuestro Señor les enbiase sacerdotes que les administrasen los sacramentos”. Si alguno de ellos moría, “lo llevavan a enterrar los españoles con hartas lágrimas e con harto desconçuelo, rogando a Dios por él en sus oraciones”.

Aquellos conquistadores cansados de esperar mas de dos años, “ansí sin sacramentos, no pudiéndolo sufrir, despacharon cinco ombres que fueron al rreyno de Chile a traer sacerdotes”. Y para allá se ponen en movimiento Hernán Mexía Mirabal y Bartolomé Mansilla, junto con Rodrigo de Quiroga, Nicolás de Garnica y Pedro de Cáceres.

Corajudos, aguantadores de “nieves, fríos y hambres” esos cinco Capitanes recorrieron leguas y leguas acosados “por la mucha gente de guerra muy velicosa que ay en el camino”, y cruzaron “con gran riesgo de sus vidas”, los Andes “fragosos y tempestuosos”. Al otro lado de “la cordillera de Chile” los indios “alçados” de Copiapó les cierran el paso. Esto produce desánimo en algunos componentes del quinteto temerario, que insinúan el regreso al pago santiagueño, lo cual frustraría los propósitos del viaje; pero “el averse atrevido el dicho Capitán Hernán Mexía solo a adelantarse”, logró que los indecisos le siguieran, y al cabo de “muchos meses, con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo que los faboreció”, pudieron tornar los expedicionarios al punto de partida, trayendo, desde La Serena, un sacerdote; el padre Juan Cidrón.

En tan abnegada como conmovedora hazaña – que si no tuviera a su favor los documentos de la historia tomaríase por leyenda hagiográfica o novela de caballería – Hernán Mexía Mirabal, Bartolomé Mansilla, Rodrigo de Quiroga, Nicolás de Garnica y Pedro de Cáceres, no olvidaron que, amén de los espirituales, el hombre necesita otros sustentos para vivir. En consecuencia, junto al clérigo Cidrón, “traxeron algunas semillas de trigo, cevada y otras cosas de Castilla; e algodón, que es de que al presente los naturales se bisten e cubren, haziendo mantas e camisetas”; y “plantas de ubas e árboles frutales, obejas, bacas e otros ganados”; conjunto de bestias y especies botánicas que se introducían, por primera vez, en aquella agreste región de los juríes.

Así fue como esos desamparados conquistadores santiagueños – para decirlo con palabras de uno de ellos, Santos Blasquez – “se dieron a sembrar muchas semillas ansy de trigo como cebada, plantando viñas e otros árboles de Castilla, e fueron criando ganados, yeguas, vacas y ovejas, con que fue la tierra adelante, e se a sustentando con todos sus travajos, e dende este tiempo se comenzó a comunicar esta provincia con el Pirú e Chile”.

De tal suerte, a los fieros arrestos de la guerra se sumaron, a partir de entonces, las mansas actividades agropecuarias, con su consecuente industria rudimental. Y quedó establecido, con regularidad relativa, un intercambio de colaboración entre aquel núcleo de cultura, que se iba desarrollando en Santiago del Estero, y los otros centros ya evolucionados peruanos y chilenos; desde donde había venido el inmediato impulso conquistador: hombres y recursos que casi siempre aportaba un Capitán empresario, “a su costa y minción”; con fundadas esperanzas – claro está – de que gastos y desvelos, ocasionados en el “real servicio”, le vendrían a ser retribuídos con creces, más tarde, por la Corona.

Y no es impertinente repetir, que aquellas expediciones – gajes de hombres de acción, como Mexía Mirabal – que incursionaban dispersas, generalmente desconectadas las unas de las otras, dentro de un área de casi un millón y medio de kilómetros cuadrados, lejos de responder a las viarazas empíricas de sus respectivos caudillos – cual se ha dicho tan a menudo con ligereza – encontrábanse subordinadas, en primera instancia, a las directivas precisas de ciertos funcionarios con dotes de estadistas; cuyos planes de gran envergadura – “ideologías” los llama Levillier – demuestran hoy, a quienes estudian historia, la coherencia con que fue llevada a cabo la empresa fundacional de España. Tanto Vaca de Castro y La Gasca en el Perú, como Valdivia y Hurtado de Mendoza en Chile, y el excepcional realizador Francisco de Aguirre en el mismo campo de sus hazañas, y el Virrey Toledo en Lima, y en Charcas el Oidor Matienzo, resultan, en definitiva – cuando no, a la vez, ejecutores prácticos – los creadores intelectuales, los formidables estrategas que concibieron el gigantesco designio de incorporar el Tucumán y el Río de la Plata a la Corona de España; vale decir, a la civilización occidental.

Sin aquellas ciudades fundadoras – puntos fortificados adecuadamente dispuestos – los conquistadores españoles hubieran sido física y moralmente aniquilados por los indios salvajes. Bien dice Romualdo Ardissone al respecto: “Al transcurrir la existencia del conquistador en el campo, separado de sus semejantes, en contacto diario con el indio, pierde su cultura, sus elementos europeos se atenúan, y a la larga se barbariza; el indio y la naturaleza que lo rodean, lo embisten, lo barnizan, lo conquistan. Grave es el problema para el europeo, más grave aún para sus hijos cuya educación progresivamente y con rapidez alarmante, cobra caracteres indígenas, intensificados por la mezcla de sangre que se hace poco menos que imposible impedir. En cambio, la existencia de ciudades trae la convivencia, el trato continuo o frecuente, el roce con los semejantes; la vida social logra salvar el caudal de costumbres e ideales traídos de Europa. El conquistador puede conservar y aún intensificar la superioridad con respecto al indígena, al cual sirve de ejemplo para que se le acerque siempre más en sus costumbres. La función educativa, política y militar de las ciudades es de primer orden, de aquí el interés de fundarlas”.

Carlos F. Ibarguren, en Los Antepasados, a lo largo y mas allá de la historia argentina, Tomo IX.

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