Hoy voy a dejar descansar a las neofeministas —bastante tienen con los desastres que ellas mismas generan— y voy a hablar de una película francesa; no tanto del film en sí —que no he visto aún— sino de la polémica que ha suscitado. Un verdadero ataque de urticaria entre la progresía bienpensante.
¿Motivo? Vencer o morir, así se llama, comete un sacrilegio: rescata a uno de los personajes que se opusieron a la Revolución Francesa y evoca la sangrienta guerra civil que desencadenó en algunas regiones, en este caso en La Vendée, oeste de Francia.
Algo que por otra parte ha sucedido en todas las revoluciones. Pero como el bando triunfante escribe la historia —o la borra—, se pierde a veces la memoria de todos aquellos a los que fue aplastando en su etapa de consolidación en el poder. Lo hicieron los bolcheviques con los llamados rusos blancos (y con parte de su propia tropa disidente, como los marineros del Kronstadt); lo hizo Fidel Castro con todos los disidentes a los que se fue sacando de encima, arrojándolos al exilio o a la cárcel (o derribando un avión, en algún caso, según se sospecha).
Con la Revolución Francesa pasa algo parecido. No pueden borrar la guillotina, entonces culpan exclusivamente a Robespierre y lo demás está todo santificado.
El anuncio del estreno de Vencer o morir, que relata la cruzada en 1793 de un general al frente de una tropa desordenada de campesinos en defensa de la monarquía y contra el ejército revolucionario (o republicano), desató una verdadera competencia en los medios por ver quién despedazaba más y mejor la película.
Se produjo entonces un fenómeno no del todo infrecuente: con unanimidad de la crítica en contra, Vencer o morir se ha convertido en un éxito de taquilla, a pesar de su distribución limitada (nadie le tenía fe). En París sólo se proyectaba en siete salas, un número muy modesto para un estreno en la capital francesa.
Las críticas no eran sólo cinematográficas. Además de defenestrar la película, la prensa se hizo eco de declaraciones de referentes del partido LFI (La Francia Insumisa, de Jean-Luc Mélenchon) que llamaban a “una amplia movilización contra la ‘falsificación de la historia’ y ‘la cultura de la cancelación’ que promueve Vencer o Morir”.
El film sería, según esta corriente, una “ofensiva reaccionaria” y un avance más en “la empresa ideológica de la derecha ultraconservadora (que) quiere imponer a la sociedad su matriz de lectura de los problemas de nuestro tiempo…” ¿Me parece a mí o el muerto se asusta del degollado?
Le Monde, el Nouvel Observateur, Télérama (revista de espectáculos), France Inter (radio) y sobre todo el diario de izquierda Libération (¡que le dedicó portada y 5 páginas!) lograron con sus críticas lapidarias que la gente se lanzara en masa a los cines para confirmar por sí misma lo que ya intuía: que si Vencer o morir despertaba semejante odio, algo bueno debía tener, por caso, rescatar un episodio de la historia de Francia poco recordado. Claro que la película deja mal parados a los republicanos que cometieron en La Vendée todo tipo de abusos contra la población civil. Es decir, actuaron con la misma ferocidad que atribuían al absolutismo. O sea, Vencer o morir comete el sacrilegio de meterse con la Revolución Francesa que es más sagrada que la Iglesia Católica.
La crítica desaforada operó como propaganda de una película modesta que de otro modo quizás no habría sido tan vista. Para Le Monde, es “un bodrio histórico”; para Libération, una “ofensiva conservadora”; según Télérama, “hasta los realistas la odiarán”. Solo Le Figaro, diario de derecha tradicional, dijo que tiene “buen ritmo, elenco acertado” y reconstruye fielmente el hecho histórico.
Como vimos, la prensa no se limitó a cuestionar la calidad de la película, sino que la acusó de difundir una ideología, señalando la paja en el ojo ajeno. Al parecer la izquierda es la única con legitimidad para hacer el panegírico de sus héroes y de sus epopeyas.
Lo más llamativo es la intolerancia de que hacen gala frente a libros, films o artículos que no vayan en el sentido de sus creencias. Hoy la izquierda cultural, por llamarla de algún modo, es hegemónica en el discurso público y se siente poseedora exclusiva del derecho al relato. Vivimos una época en la que el macartismo —hoy llamado cancelación— lo ejercen los progresistas. Con toda naturalidad, anatemizan, censuran, reprimen, adoctrinan, apelando a los mismos métodos que otrora denunciaban.
Por ejemplo, uno de los críticos de la película denunció el uso de la historia “como campo de batalla cultural para los réacs” (apócope de reaccionarios). Otro tituló: “Grossière Terreur” (Terror grosero) y habló de “epopeya imaginaria (sic) de un general realista frente a los ejércitos republicanos”. “Un objeto extraño lleno de lugares comunes” para “la defensa del ‘antes estábamos mejor’ (cuando Francia era una monarquía católica)”, agregaron.
En este momento, la producción cinematográfica francesa está casi toda centrada en la temática de la corrección política. Pero el público no se siente convocado por el cine edificante.
Los críticos se burlaban de la aspiración de los realizadores de Vencer o morir de llegar a los 100 mil espectadores; pero la denostada película alcanzó esa cifra en una sola semana. Y lo más aleccionador es que otras películas ensalzadas por los periodistas especializados apenas lograban entre 30 y 70 mil con más de tres semanas en cartel.
Te resumo los argumentos de las películas con las que la crítica fue generosa: Les Rascals, desventuras de jóvenes en suburbios donde la extrema derecha gana terreno (31.000 espectadores en dos semanas); Les engagés (Los comprometidos), sobre la ayuda a un joven exiliado para ingresar ilegalmente a Francia (33.500 en seis semanas); Les survivants, argumento similar, en los Alpes el protagonista salva a una joven afgana perseguida por fascistas (66.000 en 3 semanas). Finalmente, Le monde d’hier, una mujer es presidente y enfrenta con coraje a la extrema derecha que Moscú alienta en las sombras: 78 000 espectadores en total, para un film que de tan evidente en su mensaje resulta caricaturesco.
En comparación, Vencer o Morir, filmada en apenas 18 días con un presupuesto modesto (tres millones de euros) y una difusión moderada, no sólo convocó a 100 mil espectadores en la primera semana, sino que ya se acerca a los 300 mil.
Esta actitud de la prensa demuestra hasta qué punto se ha instalado como normal que todo el mundo deba plegarse a la doctrina de la corrección política. Y que lo artístico debe subordinársele. Que hasta se pueden —deben— corregir (censurar en realidad) las obras de arte, como vemos que está sucediendo con la reescritura de libros para que encajen en los moldes de lo que es o no aceptable, según los inquisidores laicos del wokismo imperante.
El sitio Allociné, que recoge opiniones del público, decía: “No es raro que la opinión de la crítica no coincida con la del público, pero en el caso de Vencer o morir, la brecha es enorme”. Los periodistas le dieron 1,4 de puntaje, en una escala del 1 al 5, pero para el público mereció 3,9.
Entre los comentarios, la gente destacaba que el film logra emocionar, rescata “una página de nuestra historia”, toca un “tema que merece ser tratado”, es un verdadero “acto de memoria” y “tiene rigor en los hechos narrados”, porque “las guerras de la Vendée fueron verdaderos baños de sangre”. “Se diría un documental con bellas reconstrucciones”, que “permite comprender muy claramente todos los encadenamientos de un período histórico mal conocido”, fue uno de los comentarios.
La película tiene la particularidad de haber sido filmada y producida por una fundación que desde finales de los 70 administra un sitio llamado Le Puy du Fou, una suerte de parque temático, un Disney francés, tanto o más denostado por la izquierda que la película, porque el lugar rescata mediante juegos y reconstrucciones la historia francesa tradicional, con un tono patriótico que hoy resulta demodé.
Por ejemplo, Libération denunciaba una operación de soft power, por parte de la familia de derecha que creó el parque. Con el título “Difundir para reinar”, el diario fundado por Jean-Paul Sartre, describía: “Film, viaje organizado, incursiones en escuelas… Convertido en 40 años en el segundo parque de atracciones francés, el Puy du Fou se ha diversificado en todas las direcciones bajo el impulso de Nicolas de Villiers, hijo del muy derechista fundador (Philippe de Villiers). Una empresa de difusión a gran escala al servicio de una ideología reaccionaria”.
Como en el caso de la película, los franceses tampoco prestaron atención a las críticas: el Puy du Fou recibe dos millones de visitantes por año.
Es decir que, a más de dos siglos de distancia de la Revolución Francesa, cientos de miles visitan un sitio donde pueden revivir otros episodios de la historia, mal que les pese a los que no quieren que se recuerde, por ejemplo, que muchos campesinos franceses se alzaron en defensa de la monarquía —algo que contradice el relato revolucionario— y que fueron aplastados sin piedad por los ejércitos republicanos.
Al historiador Guillaume Lancereau, coautor del libro crítico Le Puy du Faux (juego de palabras que sustituye fou —loco— por faux —falso—) no le quedó más remedio que admitir, aunque con una frase retorcida, que Vencer o morir es veraz: “No es un discurso que falsifique la historia, es un discurso que cuenta a partir de elementos relativamente ciertos la historia que quiere contar, la historia del pueblo eterno de la Vendée que se habría alzado en defensa de sus valores eternos, la realeza por un lado, la religión católica por el otro”.
Una visión más objetiva es la de André Larané, director de la revista Hérodote: “Es un parque de atracciones que compite con éxito contra los parques venidos de ultramar. Creado en 1979 por un joven enarca [N. de la R: egresado de la Escuela Nacional de Administración, donde se forma la élite de Francia], Philippe de Villiers, apasionado por la historia, enamorado de su región y de inclinación monárquica, le Puy du Fou empezó por recordar los sufrimientos de los vendeanos durante las guerras de La Vendée, para luego abordar el largo plazo, desde los galos hasta nuestros días. (…) El enfoque es ante todo lúdico y familiar: les recuerda a los niños y a sus padres que tienen un pasado y antepasados que, mucho antes que ellos, vivieron, amaron y sufrieron. Esta toma de conciencia es un primer paso indispensable, antes de abordar de modo mucho más serio el estudio de la historia”.
Otro blanco de las críticas periodísticas fue la distribuidora de Vencer o morir, Saje Distribution, cuyo objetivo es promover películas “basadas en la fe” (¡qué descaro!) y apunta a un nicho de público: los cristianos. Saje difundió recientemente en Francia Unplanned, un film estadounidense contra el aborto y también lanzó la película de Gad Elmaleh, Reste un peu, en la cual el exyerno de Carolina de Mónaco cuenta su conversión al catolicismo. Si les interesa, escribí en Infobae sobre esta película, también muy taquillera.
Los espectadores de Vencer o morir dijeron estar sorprendidos por la virulencia de la crítica mediática y uno de ellos aventuró: “Tal vez a los periodistas no les gusta que se recuerden los acontecimientos poco gloriosos de la República”. Tal vez.
Aviso: Si estás cansado de leer, podés detenerse aquí. Lo que sigue es un breve comentario sobre el personaje evocado en Vencer o Morir, el general Charette.

En 1793, el rey Luis XVI fue guillotinado. La Vendée, región campesina y católica, se sublevó contra los republicanos que ordenaron la represión y se desató una guerra civil.
François-Athanase Charette de la Contrie, nacido en 1763, era un oficial de la Marina, que como otros franceses había combatido junto a los norteamericanos en su guerra de independencia de los ingleses. Retirado en sus dominios, fue buscado por los campesinos para ponerse al frente de la lucha.
Los detractores del film relativizan el coraje de Charette, “presentado como un valiente noble militar lleno de honor, cercano al pueblo y resistente al Terror”. Efectivamente era todo eso, más allá de algunos defectos señalados por sus propios camaradas de armas. El mismísimo Napoleón Bonaparte, el hombre que salvó a la Revolución Francesa, y que no dudó en aplastar otras disidencias, no tenía de Charette la visión negativa que vomitan los críticos de Vencer o Morir.
En el Memorial de Santa Helena, el historiador Emmanuel de Las Cases reprodujo la opinión de Napoleón sobre este general defensor de la monarquía: “…Charette fue la única gran personalidad de este episodio notable de nuestra revolución que, aunque presenta grandes desgracias, no inmola nuestra gloria. Allí se degollaron, pero no se degradaron, recibieron auxilios del extranjero, pero no la vergüenza de estar bajo su bandera y recibir una paga por no ser más que ejecutor de su voluntad. Sí, Charette me deja la impresión de un gran personaje, lo veo haciendo cosas de una energía y una audacia poco comunes, que dejan aparecer al genio”.
Otros tuvieron opiniones más matizadas e incluso condenatorias. Impulsivo, autoritario, feroz, desafiante, ambicioso, bandolero antes que general, con gran ascendiente sobre las masas campesinas, a las que llevaba al combate con entusiasmo.
Charles-Joseph Auvynet, uno de sus colaboradores, lo calificó como “presuntuoso” y “desafiante” pero “desplegando en los últimos instantes de su vida, y ante los reveses, una constancia, una firmeza y una paciencia a toda prueba”, aunque también “una arrogante fatuidad en la prosperidad, una ligereza y una despreocupación (que) le hicieron perder bellas oportunidades, y sobre todo una tendencia a la venganza y a la crueldad” que opacaron sus cualidades.
Pierre-Suzanne Lucas de La Championnière, compañero de armas, lo describió como un jefe cercano, calmo, sereno, que logró imponer su autoridad de modo completo. Relativiza las acusaciones de exacciones y destaca el buen trato a los prisioneros en los primeros tiempos, a la vez que justifica las represalias posteriores por las masacres que cometieron los republicanos.
Charette despierta a la vez la condena y la admiración, la execración y la hagiografía. Héroe o bandido o una mezcla de ambas cosas. Casi todos lo destacan por su dignidad en el final, y por su coraje en la adversidad.
El levantamiento de la Vendée se produjo en marzo de 1793, como reacción ante la persecución religiosa y la conscripción. La insurrección fue popular: los campesinos fueron a buscar a los nobles para que los guiaran al combate. Entre ellos, Charette.
La orden del Comité de Salvación Pública fue de darles una guerra sin cuartel. Hacia fines de 1793, el ejército católico y realista terminó aniquilado. El general Westermann, que encabezó la represión, se enorgulleció: “Ya no existe La Vendée, murió bajo nuestro sable libre”.
Ahí no paró la cosa: desde ese momento, hasta junio de 1794, los ejércitos republicanos siguieron castigando a la población, masacrando civiles y destruyendo casas y campos.
Se calcula que la guerra de La Vendée causó entre 140 mil y 190 mil muertos, el 80 por ciento realistas.
A finales de 1793, cuando el grueso del ejército vendeano ya había sido aplastado, Charette, bautizado “Rey de la Vendée”, siguió solo el combate, desarrollando una guerra de guerrillas.
En febrero de 1795, los termidorianos buscaron poner fin al conflicto. Charette y otros jefes firmaron la paz de La Jaunaye. Pero la tregua durará sólo cinco meses. El 23 de marzo de 1796, Charette fue capturado, condenado a muerte y fusilado. Él mismo dio la orden de disparo. Tenía 32 años. Su cuerpo fue arrojado a una fosa común y no pudo ser recuperado.
“¡Cuánto heroísmo perdido!”, le dijo el general Travot al capturarlo. Y la respuesta de Charette fue: “Señor, nada se pierde. Nunca”.
por Claudia Peiró ([email protected]). Publicado el 27 de febrero en su newsletter “Contracorriente”.