Ley Natural y Ley Divina

Hay una infinitud de disputas económicas, sociales o religiosas entre los cristianos que nos dejan atónitos, pues no es fácil entender cómo gente con el mismo Maestro pueden ser tan radicalmente contradictorios: unos son capitalistas liberales y otros marxistas totalitarios.

Tal contradicción se da, en gran medida, porque casi toda la literatura cristiana habla de la ley natural y la ley divina como si fueran lo mismo. Si bien es verdad que la ley divina vino a perfeccionar la ley natural, también es verdad que hablar de ambas sin tener claro el propósito de cada una, es abrir la puerta a todo tipo de problemas.

Así urge comprender a quienes, y a qué obliga cada una.

1) La Ley Natural es la primera, fundamental y universal. Su cumplimiento hace al hombre agradable a los otros hombres, dictando el respeto por la vida, la libertad y la propiedad de los demás, sin lo cual la sociedad se hunde en el caos y el crimen.

La Iglesia la promueve de forma universal, independientemente de costumbres, credos, etnias o culturas, pues tanto el ateo como el creyente tienen iguales derechos a su vida, su libertad y en consecuencia al fruto de su trabajo, sin lo cual el hombre pierde su dignidad, su iniciativa y su misma razón de ser.

2) Ley Divina es únicamente aplicable a los creyentes, y su cumplimiento nos hace  agradables ante Dios, exigiéndonos ya sea la castidad, la caridad, la humildad y una gran lista de virtudes y sacrificios en vista a la salvación individual.

La Iglesia la propone al individuo como una renuncia voluntaria de sus comodidades o derechos, para seguir a Cristo:  “Si tú quieres toma tu cruz y sígueme”, en consecuencia la única persona que puede obligarte a practicar actos cristianos, eres vos mismo.

Así queda claro que, la Ley Divina es para quien la quiera cumplir cuando y como quiera, y de aquí que deriva el mérito de sacrificar tu tiempo, tus derechos, placeres o intereses en orden a una promesa para muchos incierta: “Yo seré tu recompensa demasiadamente grande”.

Los problemas surgen naturalmente, pues como los cristianos aspiran a sacrificios y virtudes que a otros no les interesan, fácilmente caen en la tentación de delegar al Estado la tarea de imponer estas supuestas virtudes a todos, como puede ser la “Justicia Social con los Pobres”, los supuestos “derechos humanos, laborales, infantiles, etc.” y cuando nos damos cuenta, ya hemos perdido la libertad, la familia, la propiedad, la cultura, la privacidad y probablemente hasta la misma libertad religiosa.

Todo por olvidar lo fundamental: Si ni Dios te puede obligar a practicar la virtud o la santidad, mucho menos el Estado, pues la única persona que puede obligarte a hacer el bien eres vos mismo.

Por otro lado, existen los consejos evangélicos, que nos invitan a ofrecer la otra mejilla, a no reclamar lo nuestro, amar a nuestros enemigos, a dar bien por mal, o mejor aún a dar sin esperar recompensa = ¿impuestos, regulaciones y expropiaciones?

Ahora bien. Cuando el Estado te obliga hacer tales cosas, entra en flagrante contradicción con su misión primordial de hacer valer y respetar la Ley Natural ya sea robando el fruto de trabajo, anulando tu patria potestad, tu cultura, tus credos y así ya no más el garante ni de tu libertad ni mucho menos de tus bienes.

Esta confusión explica por qué muchos cristianos (y no cristianos) bajan la cabeza mansamente ante atropellos y abusos sin resistencia alguna, “es justo que yo siendo rico sea obligado a dar mi ganancia a los pobres”, “siendo cristiano tengo aprender a ser tolerante con travestis y la ideología de género infantil” o “habiendo heredado tierras o empresas, es justo que la divida con los piqueteros o los sindicalistas”, y la lista es de no acabar. 

Ciegos guiando a ciegos, a tal punto que hasta Francisco y el clero en general, con raras pero gloriosas excepciones, no están exentos de caer en estos abusos de una forma u otra, reinterpretando los evangelios a gusto del poder: “La lucha de Cristo por los pobres, la justicia social, o el derecho de los niños a la…” o lo que fuera.

Conclusión: Sin libertad real, no existe humanidad, bondad ni virtud. Sin libertad seremos como robots a servicio de estados totalitarios. La libertad no es secundaria al ser humano. Es absolutamente primordial, pues el hombre depende de ella, tanto para su progreso mental, material como espiritual.

Que Dios se apiade de todos nosotros.

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