En al año 45 a.C., cuando Cicerón (en la foto) se encontraba en el ostracismo y alejado de la vida pública, pasó un tiempo en su casa en Tusculum — a 25 km de Roma por la Vía Latina — lugar de residencia preferido de muchos romanos acaudalados. Allí escribió las Tusculanae Disputationes, una serie de cinco libros destinados a popularizar la filosofía de la antigua Grecia entre sus contemporáneos.
Entre los temas que desarrolla se encuentra el de la felicidad, y que es y no es necesario para obtenerla. Entre muchos otros, toca el de la popularidad, y hasta qué punto gozarla es una fuente de placer o un peso. “¿Por qué debe el sabio seguir el placer de la multitud, en lugar de buscar la verdad sin importarle la presión popular?”, nos pregunta. “Ciertamente sería el ápice de la estupidez darle importancia a la opinión de la masa, cuando a cada uno de ellos como individuos los miramos de arriba porque son obreros sin educación”, nos responde él mismo.
En ese contexto nos habla de Hermodorus, que vivió en el siglo IV a.C., miembro de la Academia de Platón y que estuvo presente en la muerte de Sócrates. Llegó a ser un hombre prominente en Éfeso, pero fue expulsado de la ciudad por sus compatriotas que Cicerón cita como diciendo: “A nadie entre nosotros se le puede permitir que sobresalga sobre los demás. Cualquiera que aspire a algo así, tiene que irse y vivir en otro lugar, entre otra gente.” Esta oda a la mediocridad, que causó el exilio de Hermodorus, llevo a Heráclito (según nos sigue contando Cicerón) a declarar que toda la población de Éfeso debería haber perdido la vida por proferir tal despreciable afirmación.
Dejando ese castigo draconiano propuesto por Heráclito de lado, el punto de vista expresado por los habitantes de Éfeso hace 2.400 años es tan parte de la naturaleza humana hoy como lo fue entonces. El mediocre no sólo quiere que lo dejen en paz y no lo empujen a superar sus propias debilidades y falencias, pero resiente y quiere suprimir a aquellos que se destacan, ya que representan la manifestación viva de su propias falencias.
Y al igual que en la Éfeso del siglo IV a.C., hay estados en pleno siglo XXI que promocionan la mediocridad y castigan la excelencia. Desarrollan estructuras de incentivos, sean culturales o fiscales, para premiar al que, para hablar en criollo, “se queda en el molde” y castigar al que no lo hace. El tan mentado “paraíso socialista escandinavo” es un ejemplo — según me han contado varios que, cual Hermodorus se han exilado del mismo — de una sociedad donde ser exitoso más allá de ciertos parámetros atrae el castigo no sólo de pesadas cargas impositivas, pero también una censura social que mira con malos ojos al que descolla.
Sin tener que cruzar océanos y llegar a la lejana Suecia, nuestra propia Argentina peronizada sufre del mismo síndrome. Es larga la lista de argentinos cuyo talento y trabajo no ha sido reconocido por sus compatriotas. Y, las experiencias de argentinos que triunfan en el extranjero, son suficientemente numerosas como para proveer evidencia anecdótica de que, una vez libres del peso de la mediocridad nacional imperante, los esfuerzos de muchos son recompensados y destacan como no destacan acá.
Es triste notar cómo la mediocridad perdura en el corazón del hombre desde el inicio de la historia conocida hasta nuestros días. Pero, también es esperanzador comprobar que ciertos elementos básicos de la naturaleza humana no cambian, pese a los esfuerzos de los ilusos (¿o deberíamos decir mentirosos?) que ignoran este hecho. Dicen vulgarmente que Dios ciega al que quiere perder. Y los ciegos que pretenden redefinir cosas tan inmutables como la existencia de sólo dos sexos, o la influencia de las pasiones o malas tendencias en el comportamiento humano, harían bien en estudiar la historia y darse cuenta que algunas cosas no cambian ni cambiarán nunca. Aunque sea la existencia de los que destacan en un mar de mediocres, de los cuales hay tantos hoy como entonces.
Muy buena nota sobre la mediocridad, Alfonso. Comparto lo que decis
El problema del resentimiento fue abordado muchas veces en La Botella Al Mar de la Primera Época. Papá sostenía que el resentimiento era el origen común del peronismo y del comunismo. En Argentina el comunismo no creció porque los resentidos se iban al peronismo.
La mediocridad también fue tratada en abundancia, con el desprecio que se merece. Argentina no se hunde del todo porque somos mediocres hasta en nuestras crisis y problemas.
El caso de la expulsión de Hermodorus de Éfeso relatado por Cicerón demuestra que puede haber una relación funesta entre resentimiento y mediocridad.
Entonces habría dos tipos de resentimiento:
1) El del envidioso, que quiere ocupar el lugar del que está por encima de él.
2) El del mediocre, que quiere que ese lugar no lo ocupe nadie; ni él ni otro.
Este segundo tipo de resentimiento es tan abyecto que hasta hace menos antipático al primero!
Muy bueno, Alfonso
¡Me alegro que te haya gustado Pilar!
Ahora que leí este artículo tengo un mayor aprecio por el tema y lo entiendo mejor. Gracias.