La deuda externa y una fallida investigación (II)

por Alejandro Olmos Gaona

Se puede leer este trabajo completo acá.

LA JUDICIALIZACIÓN DE LAS DECISIONES POLÍTICAS

Una de las cuestiones más discutidas  respecto a los aspectos legales y constitucionales de las operaciones que permitieron la constitución de la deuda exterior de la Nación, ha sido que la misma no puede ser materia de ningún cuestionamiento judicial, debido a que se trata de decisiones políticas del Poder Ejecutivo, y que además las posibles ilegalidades y la posible y eventual comisión de delitos de acción pública no serían susceptibles de ser investigados, debido a que se trata de decisiones políticas reservadas a las esfera de la administración del Estado (4). Este extendido criterio que sostiene la dirigencia política, algunos politólogos o analistas, una variada gama de comunicadores y aún algunos cultores del derecho judicial, utiliza como fundamento  que los actos del Poder Ejecutivo en determinadas materias no pueden ser objeto de revisión por el Poder Judicial. Se entiende en forma errónea que tales actos no pueden ser materia de control alguno, debido a que son el producto de facultades privativas y propias del poder que las ejerce.

Desde muy antiguo se ha alegado que admitir el control judicial de los actos emanados del poder político significaría una clara violación de la división de los poderes, al permitir la ingerencia de uno de ellos en el ámbito en el que se desenvuelve el otro poder; y en un sistema marcadamente presidencialista como el argentino, ello significaría una inadmisible intromisión, que de realizarse alteraría sustancialmente un esquema constitucional que ha señalado competencias específicas en las que debe desenvolverse cada uno de esos poderes. Ésta cuestión del control judicial de los actos ejercidos por el poder administrador constituye un tema clásico de la teoría del Derecho que ha sido largamente discutido atreviéndose algunos tratadistas a plantear Algunos se han atrevido a plantear que: “Verdaderamente, ¿de qué trata el Derecho Administrativo si no es del control de la discrecionalidad?” (5) pudiéndose registrar una larga lista de trabajos que se han  enfocado a analizar con minuciosidad todas las cuestiones atinentes a un tema fundamental, que se ha soslayado, continuándose con insistir por parte de integrantes del Poder Legislativo mayoritariamente, en conceptos ya abandonados desde hace muchos años y que parten de la concepción soberana del poder que tenían los regímenes absolutistas, donde las decisiones no admitían control jurisdiccional alguno. Esto se pudo observar particularmente, en las expresiones condenatorias de una importante cantidad de legisladores respecto al fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que declaró la inconstitucionalidad  de los arts. 2, 4, 18 y 30 de la Ley 26.855 que estableció una nueva regulación del Consejo de la Magistratura y del Decreto 577/13 (6). Se llegó a sostener el absurdo que el Poder Judicial no podía cuestionar lo decidido por los representantes del pueblo.  

Tales planteos comunes en la consideración de la dirigencia política, si bien han quedado desestimados por el Derecho Administrativo, todavía persisten, con la suficiente entidad, para que en la magistratura federal, no se haya procedido de acuerdo  al derecho que tienen los ciudadanos de recurrir a la justicia ante decisiones del Poder Ejecutivos que puedan afectarlos, ya que una genuina concepción de lo que es la organización del Estado determina que los ciudadanos no sean súbditos sino mandantes del Poder Administrador y en consecuencia este sea un servidor y no  como lo planteaba la concepción monárquica.

Aunque no es mi intención extenderme  en largas consideraciones sobre el particular –aunque el tema lo amerita, dada la concepción que todavía pareciera sigue vigente en la Argentina- me  pareció oportuna  la opinión de  Woehrling quien sostiene que “Desde hace aproximadamente 20 años se constata un profundo movimiento de reforma en los sistemas de control jurisdiccional de la Administración en prácticamente todos los países europeos. Se puede afirmar que este movimiento se ha acentuado aún en el período último” y cita los regímenes contencioso-administrativos de Suecia y Holanda, la constitucionalización de de la jurisdicción contencioso-administrativa en Grecia, Portugal, España, Alemania e Italia, agregando que “estas disposiciones constitucionales, constituyen un verdadero mandato constitucional dado a los Tribunales encargados del contencioso-administrativo y refuerzan la legitimidad de sus intervenciones. Este cuadro constitucional juega, pues un papel directo en la extensión y la intensificación del control jurisdiccional de la administración” (7). Esa corriente de control de la legalidad de los actos de gobierno, es unánime en la mayor parte de los países europeos, y se funda en los principios fundamentales que deben regir en una democracia. . No se trata pues de la invasión de un poder sobre el otro como lo sostienen algunos vulgares apologistas de las decisiones del Poder Ejecutivo, sino simplemente de ese inexcusable control de establecer la legalidad de esos actos.

Resulta por demás evidente, que ante una violación a las normas constitucionales que afecten los derechos de cualquier ciudadano, éste no tiene otra alternativa que recurrir a la justicia con el objeto de que se restablezcan sus derechos conculcados. Eso no significa intromisión o injerencia, sino el correcto funcionamiento del orden establecido por la propia Constitución. En nuestra doctrina, Bidart Campos ha sido el más enfático en sostener que “El aspecto primordial de las cuestiones políticas radica entonces, en que la exención de control judicial involucra exención del control de constitucionalidad… En primer lugar estamos ciertos que la detracción del control viola el derecho a la jurisdicción de los justiciables. No poder conseguir por declinación del Tribunal el juzgamiento de una cuestión rotulada como política, es tanto como decir que los ciudadanos carecen del derecho a la jurisdicción, o sea de derecho a acudir a un órgano judicial para que se resuelva una pretensión…. Cuando el Estado no puede ser llevado a los tribunales estamos además fácticamente ante el hecho de la irresponsabilidad. Es elemental que si el Estado no puede ser juzgado, el Estado no responde por ese acto que conserva todos sus efectos, aunque sea infractorio de la Constitución…La sumisión completa del estado al orden jurídico reclama que el gobernante esté sujeto no solo a la vis directiva de la ley, sino a la vis coactiva y compulsiva… Hay un argumento muy sólido que resulta favorable a la judiciabilidad. Al organizar la administración de justicia, la Constitución argentina confiere a la Corte y a los demás tribunales inferiores en su artículo 100 la competencia de decidir “todas” las causas que versan sobre puntos regidos por la Constitución. Cuando se dice “todas” las causas es imposible interpretar que haya “algunas” causas que escapen al juzgamiento. Dividir las causas en judiciables y políticas (no judiciables) es fabricar una categoría de causas en contra de lo que impone la misma Constitución” (8).

Resulta indudable que la concepción de la no judicialidad, no responde de ninguna forma al orden jurídico, sino a la invariable pretensión del Poder Ejecutivo, sustentada durante décadas, de no aceptar control judicial alguno, lo que puede resultar correcto cuando las decisiones adoptadas estén conforme al orden público, no causen perjuicio a los ciudadanos y no alteren el orden constitucional. Pero cuando esas decisiones, se traducen en una afectación de las garantías constitucionales, cuando el Poder Ejecutivo impone normas que contravienen la ley, no puede desconocerse la facultad que tiene el Poder Judicial para revisarlas y dejarlas sin efecto, ya que esa es una de las misiones que le ha conferido la Ley Fundamental. Suponer lo contrario, significaría otorgar facultades omnímodas al Poder Administrador, no sujetas a control alguno, lo que por supuesto no tiene nada que ver con el ordenamiento republicano y democrático, y como afirmaría Kelsen “El destino de la democracia moderna depende en una gran medida de una organización  sistemática de todas las instituciones de control. La democracia sin control no puede durar. Si excluye esta autolimitación que representa el principio de legalidad la democracia se disolverá a si misma” (9).

Tales conceptos son esenciales para definir algo que la dirigencia política se  encargó de enmarañar, y es el real concepto de servicio que debe tener el poder administrador, que no resulta una entidad con poderes ilimitados a  cuyas decisiones deben someterse los ciudadanos que son sujetos tributarios de esa administración. Muy por el contrario, el Poder Ejecutivo gobierna y ejecuta los actos que el Poder Legislativo ha sancionado como representante del pueblo. También está facultado para reglamentar las leyes y adoptar todas aquellas medidas administrativas que hacen al buen funcionamiento del  Estado, pero ello en modo alguno significa el otorgamiento de poderes extraordinarios o facultades especiales, ya que como la propia Constitución señala en su Art. 29, tales facultades llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que las formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de infame traidores a la patria. Esa concepción de servicio parece haber sido olvidada hace décadas y es por eso que puede verse que en muchos casos el ejercicio del Poder Ejecutivo ha devenido en una suerte de poder supralegal que ejerce su voluntad a través de un riguroso control de la actividad parlamentaria. García de Enterría ha señalado con claridad algo que muchas veces la dirigencia política parece haber olvidado, para no afrontar las responsabilidades que le competen, y es el hecho de que “La Administración no es representante de la comunidad, sino una organización puesta a su servicio, lo cual es en esencia distinto. Sus actos no valen por eso como propios de la comunidad –que es lo característico de la Ley, lo que presta a esta su superioridad e irresistibilidad- sino como propios de una organización dependiente, necesitada de justificarse en cada caso en el servicio de la comunidad a la que está ordenada” (10).

Este imperativo de servicio, supone por cierto, el control de legalidad inherente a la condición que tiene, para evitar una desnaturalización de sus derechos, mediante la instrumentación de disposiciones que los restrinjan o los eliminen. Es una forma de resistir la arbitrariedad del poder mediante la utilización de todos los recursos que la ley otorga. Como con propiedad se ha dicho “El derecho de resistencia se canaliza, pues, hacia la responsabilidad o dación de cuentas y ésta, a su vez, finalmente, hacia una acción judicial que pide que se restituya al demandante su situación arbitrariamente afectada por el agente que obra al margen o en contradicción con la Ley” (11).

Seguramente la forma peculiar con la que se maneja la política en el país, y la discrecionalidad con la que muchas veces se desempeñan los cargos en los más altos estamentos del Estado, ha determinado  que las formalidades democráticas sustituya lo que es la democracia real, que ha veces no se ejerce como debiera. Afirmar apodícticamente que los que gobiernan representan la voluntad del pueblo y que cuentan en su favor con una legitimidad que los justifica formalmente ante los órganos de control, es rendir tributo a una mística de la representación política que nada tiene que ver con la realidad que puede observarse a diario. Pretender oponer, como alguna vez se ha intentado, a las exigencias del control, en sus varias aplicaciones (político, presupuestario, legal o jurídico, preventivo) la necesidad de un desembarazo de los gobernantes para poder actuar con eficacia, resulta en la situación actual de la democracia, a la que nos hemos referido una completa ingenuidad. La famosa eficacia, si pretendiese hacerse a costa del Derecho y como una alternativa al mismo, no es más que la fuente de la arbitrariedad, como enseña la experiencia humana ya más vieja y hoy vívidamente renovada. Es necesario, como ya observó Locke, confiar el gobierno a personas sobre las que resulta inevitable desconfiar. Elegir gobernantes, como ya sabemos, no es alienar de una vez por todas, y ni siquiera por un plazo temporal la facultad completa de decisión, sino confiar a unos determinados equipos políticos la gestión pública bajo el gobierno de la Ley, que sigue siendo la estructura de hierro ineludible del gobierno democrático, y la observancia efectiva de esta Ley no puede quedar a la sola discreción de los mandatarios del pueblo (12).

Sin embargo  existen doctrinarios que han sostenido que el control jurídico de los actos políticos que se ejerce en un estado de derecho, implica de hecho la ruptura del principio de división de poderes (13) alimentando sus concepciones en peculiares interpretaciones de la democracia y porqué no, en las teorías de Carl Schmitt; empero tales criterios no se siguen en ningún país occidental, donde el control constitucional es un elemento fundamental de las democracias. Esto es así porque en regímenes de tal naturaleza hay una delegación temporal del poder que efectúa el pueblo en sus representantes, la que está sujeta a las limitaciones de un ejercicio que no puede ser discrecional sino acotado al mandato que le ha sido conferido. Como gráficamente lo expresara un distinguido sociólogo español “Una democracia propia de una sociedad civil (en su sentido amplio) no es aquella donde la vida pública se reduce al momento de la representación política: aquel cuando la sociedad entrega su voto, supuestamente, su capacidad de decisión sobre asuntos públicos a una clase política, que a partir de ese momento, decidiría por ella… Lo cierto es que, como se demuestra en la vida real de la mayor parte de las sociedades civilizadas, las gentes libres se resisten a entregar su capacidad política, acotan un espacio para sus propias decisiones poniendo límites al Estado y cuando delegan su poder lo hacen bajo condiciones estrictas, reservándose incluso entonces recursos y capacidades de intervención. Más aún, como ciudadanos, y no súbditos, se definen como interventores y participantes permanentes de la cosa pública, y consideran a la clase política no como sus señores, sino como sus servidores. Ello significa, por tanto, que definen a la democracia como un proceso de formación de opinión, donde todos, políticos y ciudadanos, debaten continuamente la naturaleza de los problemas políticos y sus soluciones. Cada decisión que pueda tomarse, con el procedimiento que en cada caso corresponda, es considerada como una decisión provisional, a ser reexaminada a la vista de sus consecuencias y de los cambios de las circunstancias, incluidos los cambios en los sentimientos colectivos y en cuál pueda ser, a cada momento, el estado de la conciencia civilizada en la sociedad en cuestión” (14).

Aunque el control jurisdiccional de las potestades del poder ejecutivo es un viejo tema de la teoría del derecho, que ha sido nutrido por interesantes aportes durante diversas épocas,  hoy es casi inexistente la discusión, ya que no se admite que los actos del poder ejecutivo revistan una categoría especial o posean un bill de indemnidad que los haga poseedores de un “status” jurídico especial, que le permite estar exento del control que pueda ejercer la magistratura judicial. En nuestro medio solo los dirigentes políticos, pretenden sostener esa suerte de inmunidad. La alegación más común que se efectúa,  es que admitir ese control jurisdiccional significaría constituir una especie de supra-poder o dejar el poder real en manos de los jueces, lo que resultaría una negación del sistema de la división de poderes. Esto, es naturalmente un argumento falaz, ya que no se trata de que exista un poder  que esté por encima de los otros que componen el sistema, sino de algo mucho más simple y elemental, y es el de pretender que las decisiones del Poder Ejecutivo, se ajusten a la Constitución y a las leyes de la República.

Existe tal acostumbramiento en nuestro régimen político a negar ese control como si se tratar de una injustificada intromisión en áreas reservadas exclusivamente al poder político, que cuando se efectúa un planteo limitativo al exceso de poder, surge inmediatamente el rechazo a aceptar lo que no es sino un mecanismo que está claramente establecido por la Constitución Nacional. Además de ello se trata de impedir que ese decisionismo del  Poder Ejecutivo lo convierta en una entidad autoritaria con capacidades no solo administrativas, sino legislativas y aún judiciales al determinar cuáles de sus actos son susceptibles de un encuadramiento jurídico y cuáles no.

Uno de los argumentos generalmente utilizados, respecto a la no-judicialización de las cuestiones políticas, es también de que se trata de decisiones políticas, sin afectación constitucional, invocándose la doctrina norteamericana que ha establecido una cuasi separación de competencias al respecto. Sin embargo creemos que aquí también se cae en una gran equivocación, por soslayar en definitiva, la naturaleza específica de la acción y quien es el encargado de decidir la misma. Al respecto el Juez Brennan sostuvo oportunamente que “El carácter no justiciable de una cuestión política es esencialmente una función de la separación de poderes. Se origina mucha confusión en la capacidad del rótulo de la cuestión política para oscurecer la necesidad de una indagación casos por caso. Decidir si un asunto ha sido destinado  en cierta medida por la Constitución u otra rama del gobierno, o si la acción de esa rama excede la autoridad que será dispensada es en sí mismo un delicado ejercicio de interpretación constitucional, y es una responsabilidad de esta Corte como interprete definitiva de la Constitución” (15).

En la doctrina norteamericana, que muchos utilizan equivocadamente, está muy claro el hecho de la “revisión  judicial” de aquellas cuestiones que se susciten al amparo de la  Constitución, tengan que ver con una ley del Congreso, o un Tratado. Esto tiene viejos antecedentes y va mucho más lejos que la propia Constitución; tiene que ver con el conocido dictamen del Jurista Coke, Presidente de la Corte, que determinó “que cuando una ley del Parlamento se opone al derecho común o a la razón…la ley común se impondrá y despojara de validez a dicha norma”, y el Juez William Cushing, que fuera uno de los primero juristas designados por Washington para integrar la Suprema Corte, recomendó a un jurado de Massachussets, que ignorase ciertas leyes del Parlamento por nulas e inoperantes. Hamilton plantearía después en El Federalista, Nº 78 que “La interpretación de las leyes es dominio apropiado y peculiar de los tribunales”.

Aunque resulte una obviedad la Constitución, en cuanto norma fundamental del orden  jurídico del Estado, no puede ser alterada por leyes u otras normas que la alteren, y es por ello que solo a los jueces les corresponde interpretarla  como asi también el significado de determinada ley originada en el cuerpo legislativo, y en caso de diferencia irreconciliable entre las dos, preferir la voluntad del pueblo declarada en la Constitución a la de la legislatura expresada en la ley”. De allí han salido diversas doctrinas destinadas a establecer esa cuasi separación, pero en ningún caso se ha negado el derecho del Poder Judicial a revisar cualquier acto que afecte el derecho constitucional de un ciudadano. Aquí de lo que se trata, es no de justificar la existencia de un poder judicial por encima de los otros que integran la estructura del Estado, sino simplemente de un control de constitucionalidad que no es fácil de ejercer.

No corresponde seguir  extendiéndome sobre una doctrina ya aceptada en forma casi unánime, superadora del viejo esquema conceptual de la no judicialidad de las decisiones políticas. No caben dudas que los actos impropios, arbitrarios o ilegales deben ser materia de juzgamiento, y todo lo referido al endeudamiento externo, que ha sido materia de una complicada investigación en la justicia federal penal   es precisamente uno de esos actos, donde se han sumado todo tipo de obstrucciones, se han planteado incompetencias, utilizándose todo tipo de recursos para evitar que se establezcan responsabilidades, estableciéndose las sanciones que correspondan a quienes defraudaron el patrimonio público.


Notas

(4) Respecto a tales criterios, el Secretario general de la Presidencia de la Nación, me hizo llegar en nombre de la entonces Presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner, una carta en el mes de enero de 2010,e, respuesta a una mía, donde expresaba, que debido que ciertos actos habían sido convalidados por el Poder Legislativo, nada se podía hacer respecto a la celebración de actos, que podían ser objeto de reproche penal.

(5) Bernard Schwartz, Administrative Law, 3ª. ed. Bostón 1991, pág. 652.

(6) CSJN: Fallos 336:760.

(7) Le contrôle juridictionnel de l’Administration en Europe de L’Ouest, en “Revue Europeénne de Droit Public, Londres 1995, vol. 6, Nº 2, pág. 353 y siguientes.

(8) Germán J. Bidart Campos, La Interpretación y el Control Constitucional en la Jurisdicción Constitucional,  Ediar, Buenos Aires, 1987, pág. 161/162.

(9) Hans Kelsen La Democratie. Sa nature. Sa valeur, Económica, Paris, 1988, pág. 72-73. Es traducción del original publicado en Tübingen en 1929.

(10) Eduardo García de Enterría y Tomás R. Fernández, Curso de Derecho Administrativo, Ed. Civitas, 5º ed. Madrid 1996, Tº I, pág. 30.

(11) Eduardo García de Enterría, La Lengua de los derechos. La Formación del Derecho Público Europeo tras la Revolución Francesa, Madrid, Alianza, 1994, pág. 140.

(12) Eduardo García de Enterría, Democracia, Justicia y Control de la Administración, Ed. Civitas, Madrid, 1998, pág. 114.

(13) Nuria Garrido Cuenca, El Acto de Gobierno, Cedesc Editorial, Barcelona, 1998.

(14) Víctor Pérez Díaz, España puesta a prueba 1976-1996, Alianza, Madrid, 1996, pág. 65.

(15) “Baker v. Carr”. U.S. 186, 198-a962. 

1 comentario en “La deuda externa y una fallida investigación (II)”

  1. Pingback: La deuda externa y una fallida investigación (I) – La Botella al Mar

Los comentarios están cerrados.

Scroll al inicio