Oh Dios, que por una inefable disposición tuya, quisiste contar entre los Sumos Sacerdotes a tu siervo Benedicto: concede propicio que el que en la tierra hizo las veces de tu Unigénito Hijo, sea agregado a la eterna sociedad de tus santos Pontífices. Por el mismo Señor Nuestro Jesucristo… (Oración colecta de la misa de Requiem por un Sumo Pontífice)
Alguien dijo alguna vez que la Iglesia desde su fundación hasta la Reforma fue la protagonista de la Historia. Era la que marcaba el paso, fijó el almanaque, fundó monasterios, hospitales y universidades, rigió la cultura y pensamiento. A partir de la quiebra religiosa del siglo XVI pasó a ser la gran antagonista de la historia, papel no menos glorioso, donde encabezada por España resistió como pudo y supo la Civilización Cristiana.
Después del Concilio Vaticano II, fruto de sus textos o su espíritu o de ambos, no es el momento de discutirlo ahora, un gran complejo de inferioridad se apoderó de todos los hombres de la Iglesia y pasó a ser apenitas un perrito faldero del mundo moderno y post-moderno.
Pero aún siguió habiendo coletazos de ese respeto por la Sede Romana como faro de la inteligencia y cultura en el mundo. Un ejemplo palmario fueron los funerales de Juan Pablo II donde pudimos ver a Condoleezza Rice, secretaria de Estado de los EEUU y no católica, de luto, arrodillada y con mantilla frente al féretro del difunto Pontífice.
Con Benedicto XVI se nos va quizás la última inteligencia cristiana universal que entendía en el cabal sentido de la palabra lo que era la Europa cristiana y el papel de la Iglesia en el mundo. En él vivían Homero y Virgilio, toda la antigüedad clásica y el Sacro Imperio Germánico. Providencialmente era papa en Roma un germano.
Él como muy pocos hoy en día, fue el último hombre con influencia mundial que entendía a San Benito y a San Agustín; encarnaba a San Patricio, San Beda y San Eric; a Santo Domingo y a San Francisco, a San Buenaventura y a Santo Tomás, a San Luis Rey de Francia y a Isabel la Católica, a Santo Tomás Moro y a San Juan de la Cruz. Más allá de pedidos de perdón políticamente correctos, entendía la importancia de las cruzadas (por eso se oponía al ingreso de Turquía en la UE, independientemente de la opinión que ésta nos merezca) y agradecía la Reconquista española y la Evangelización de América (no hay más que leer su famoso discurso de Ratisbona).
Era un hombre que entendía que para ser papa hay que saber, entre otras cosas, entre Monet y Manet no hay sólo una vocal de diferencia. Y ya que estamos con la pintura me viene a la mente una observación que hizo sobre los íconos y la pintura simbólica medieval. Estas, a diferencia de transmitirnos sentimientos o momentos como el barroco (con todo lo valioso que tiene), nos transmitían verdades eternas. La Iglesia en todo el pensamiento y cultura se apropió de la doctrina de la abstracción de Aristóteles, pero ello implicaba la “conversio ad Phantasmata”, la vuelta a lo real. Picasso, en el arte, cometió el error idealista de quedarse en lo abstracto como los idealistas lo hicieron en la filosofía. Joseph Ratzinger conociendo todo esto, no adhería a sistemas ideológicos sino a una Persona: Jesucristo. Y por eso también nos explicaba el Verbo hecho carne, lo eterno develado en el arte cristiano.
Por ello mismo consideraba como la mejor evangelización el cumplir con el primer y tercer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas y rendirle el culto debido y digno de Él. No se contentaba con Sínodos de todos los colores sobre la catequesis como si fueran políticas de marketing para ganar adeptos. Volviendo a buscar el Reino de Dios en primer lugar sabía que luego vendría la añadidura. Así entendemos la centralidad total que le dio al culto en su Pontificado, restituyendo a la misa romana de siempre el valor perenne que tiene y que no podía perder al afirmar sin ambigüedades que nunca había sido derogada y que nunca había dejado de ser legítimo decirla. Esto le valió el odio del mundo, supuestamente tan propicio a favorecer cualquier tipo de manifestación religiosa del color que sea en aras de la libertad. Y ese mundo que busca que la Iglesia tire agua bendita sobre cualquier aberración, no soportó la misericordia y la justicia cuando levantó las excomuniones a los obispos de la Fraternidad San Pío X.
Benedicto era teólogo y filósofo brillante, aunque pudiéramos discrepar con él; era paciente, humilde y devoto. Y por supuesto, como encarnación de esa cultura que se resiste a morir y de la que quedan solo algunos coletazos, era también eximio músico; no sólo en apreciarla sino también en tocar una pieza de Beethoven en el piano.
Quizás Benedicto nunca sea santo canonizado, no tenemos cómo saberlo ahora. No corresponde hablar mal de los muertos y menos en el inmediato momento de su fallecimiento. Pero sí marcar que su misma sabiduría antigua, de carácter no nominalista ni voluntarista, lo llevó a gobernar la Iglesia suponiendo la buena fe de sus adversarios internos y sin terminar de ver que a los ideólogos intra-eclesiales no se los convencía con buenas razones. Fue esa misma debilidad o ingenuidad, son palabras muy duras lo sé pero no encuentro otras, la que dio empuje a sus enemigos para sabotear todo su pontificado desde aquel 19 de abril de 2005.
Santidad: ¡muchas gracias!
“Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mt. XXIII, 25)